A principios de 2011, el efecto aglutinado de diferentes movilizaciones populares de carácter laico llegó a El Cairo, la mayor ciudad del mundo árabe, llenando sus calles de demandas sociales y políticas de democracia, hasta provocar la caída del gobierno dictatorial de Mubarak, después de treinta años. Unas elecciones libres entregaron el poder a una fuerza que no participó en las revueltas y que en la primera vuelta apenas consiguió el 25% de los votos, y acomodó el ejercicio de su legitimidad formal de un modo restrictivo. Tres primaveras más tarde, el país ha vuelto al mismo lugar arrastrado por el mismo descontento, y el Ejército ha tomado el mando, sin que ni la UE ni Estados Unidos lo hayan calificado como golpe de Estado. Contradicciones y ambigüedades que conducen al concepto democracia a una encrucijada: ¿se trata, finalmente, solo de número de votos, aunque estos sirvan para excluir o reprimir, o se trata de un modelo para una sociedad que incluya derechos civiles para todos? Desde el sector más arrogante y escéptico de Occidente suele decirse que es su sustrato cultural –quieren decir, religioso– el que es incompatible con el de las sociedades libres. Pero tras ese prejuicio queda oculto otro motivo: es más fácil dominar la voluntad de un solo dirigente que la de todo un pueblo. También nos devuelve otra pregunta: ¿Es la nuestra una democracia guiada por la Razón o por la Fe?
En Europa, la Ilustración secular francesa queda ya muy lejos. La austeridad como canon tiene una base más religiosa que política. Klaus Schwab, presidente del Foro Económico de Davos no pudo ser más explícito, en enero de 2012: “Pagamos los pecados de estos últimos diez años” (*). Si en 1989 cayó la pared del lado oriental del Muro de Berlín, es ahora cuando, con el gradual pero firme desmantelamiento del Estado de bienestar, se finiquita la socialdemocracia que sirvió de contrafuerte físico e ideológico al mundo de los dos bloques durante la Guerra Fría. Socialdemocracia que perdió su sitio ante la ofensiva neoliberal de Reagan y Thatcher, que se degradó en el ‘”socioliberalismo” que teorizó Anthony Giddens y aplicó Blair para, finalmente, diluirse en el “pensamiento único” que caracterizó Ignacio Ramonet. La figura y biografía de Angela Merkel, como canciller del país hegemónico de la UE, en calidad de responsable o simple portavoz, reúne y refleja una doble influencia extraordinariamente oportuna: la intransigencia que antepone un plan rígido a las consecuencias para las personas, de alguien que se crió sobre el Telón de Acero; y su creencia luterana que guía los asuntos públicos mucho más allá de lo que Max Weber pretendió.
El teórico estadounidense Bill Buckley ya advirtió de que el neoliberalismo no tiene una particular pretensión política. El nuevo orden mundial no busca el beneficio en la producción y distribución sino en la inmediatez de la especulación financiera. David Harvey llama a esta lógica “acumulación por desposesión”. No existe un proyecto de futuro explicable y así el discurso retrocede y reintroduce preceptos morales en los asuntos sociales. Sin escrúpulos en la distinción entre opinión e información, se buscan los resortes afectivos con una retórica maniquea, una expresión siempre exaltada y una hipérbole permanente. En su versión europea, el lenguaje del ascetismo protestante domina: se habla de “disciplina”, de “sacrificios”; la vaga promesa de una “recuperación” aplazada a un futuro indeterminado, un más allá terrenal, como si todo fuera consecuencia de una plaga bíblica o una maldición y no de un cambio premeditado de reglas.
La Primavera Árabe expuso nuevos métodos a la altura de la tecnología del siglo XXI y un rico caudal simbólico. Recuperó las plazas, el ágora griego, como espacio abierto a la vida social. También evidenció el efecto viral y amplificador de las redes sociales y cómo múltiples causas pueden encontrar, de pronto, un resquicio inesperado, un detonante imprevisible. El Movimiento 15-M en España y sus secuelas probaron su utilidad global y dejaron un potente lema: “somos el 99%”. Mientras, las viejas democracias nominales europeas se alejan de los ciudadanos mediante órganos interpuestos, dudosamente representativos, fachada de un poder oligárquico; y un lenguaje que individualiza, que aísla, que empuja a “buscar soluciones biográficas a contradicciones sistémicas”, como vio Ulrich Beck (**). Pero la historia del Hombre es la de la lucha por la libertad, que solo puede entenderse como conquista colectiva, desde un sentido ético que se atreve con la complejidad e incorpora la pluralidad. Un mundo en permanente construcción, que no excluye, de todos.
Autor :Jesús Laboreo
(Zaragoza, 1958). Licenciado en Historia y DEA en Filosofía, nunca en ejercicio. Desde el año 1987, en Ragtime (@ragtime_zgz), bar sin televisión, donde la música de jazz recuerda que el mundo es de todos y que se hace día a día.