No es un secreto que la ley impulsada por el ministro Wert tiene entre sus inspiradores a la jerarquía católica. La norma en tramitación recoge lo esencial de sus reivindicaciones históricas y “aún puede mejorarse” como decía el arzobispo Urueña en su pastoral del pasado 1 de septiembre y confirman las enmiendas que acaba de incorporar el PP en el parlamento en beneficio de la enseñanza privada concertada.
Es posible que a los nacidos tras la muerte de Franco les resulte difícil imaginar el enorme poder detentado por la jerarquía eclesiástica durante la dictadura nacional-católica. La imbricación entre lo religioso y lo civil, la confusión entre el pecado y el delito, el matrimonio y el sacramento, la ciencia y la creencia, junto al monopolio casi total en la educación no universitaria otorgaban a la jerarquía eclesial una preeminencia social sin parangón. Sin haber perdido completamente sus privilegios pretenden recuperar aquel estatus en su integridad. Y es que es difícil aceptar ser uno más cuando se ha gozado de un poder ilimitado.
Como bien dice el señor prelado, la norma básica que regula la enseñanza religiosa en España es el acuerdo con el Vaticano de 1979, que modifica, pero no deroga, el Concordato de 1953, de tal modo que tenemos vigente un texto legal elaborado “en el nombre de la Santísima Trinidad” que acota y restringe la soberanía legislativa del parlamento. Ningún gobierno ha osado romper el corsé. Unos, porque están a gusto encorsetados, otros porque creían que podían jugar con la indeterminación de ciertos conceptos para tratar de contentar a dios y al diablo, sin dar gusto a nadie y sin resolver el problema de fondo: garantizar una educación de todos y para todos, sin distinción de credos.
En su pastoral el arzobispo deja clara su pretensión. Quiere que “su” religión sea tan fundamental como la física, desde infantil hasta el bachillerato. Quiere que sea evaluable, que sea computable y obligar a que quien no quiera “su” religión tenga otra cosa. Y no saca a colación que el profesorado ha de ser seleccionado por la iglesia y pagado por todos porque lo da por hecho.
El movimiento laico piensa que la escuela ha de ser el lugar de todos; que ha de ser inclusiva y no segregadora según el color ideológico de los padres; que todo debe ser sometido al juicio de la razón y nada asumido dogmáticamente; que ha de formar personas críticas y no sumisas dispuestas a la obediencia jerárquica; que debe formar ciudadanos con criterio propio que les permita, de verdad, ser libres. En esa escuela no cabe el adoctrinamiento y sobra una religión dogmática. En esa escuela se debe estudiar el hecho religioso, pero desde una perspectiva poliédrica, respetando la conciencia de todos e impartida por profesorado ordinario, cuya diversidad y pluralidad sea reflejo de la sociedad.
Algo positivo puede sacarse de esta tremenda ofensiva del viejo nacional catolicismo español que aliado con el capitalismo más salvaje está desmontando los viejos equilibrios. Al ponerlo todo patas arriba todo queda sujeto a discusión. Su avaricia ha acabado por romper el saco y cada vez más gente comienza a ver la necesidad de nuevos consensos que no estén condicionados por el ruido de sables, el fru-fru de las sotanas y la vigilancia de los viejos poderes fácticos que encauzaron las energías de una transición descafeinada. Es hora de que las leyes dejen de hacerse como dios manda y se elaboren como el pueblo quiere.